dimecres, 2 de gener del 2019

LA PRINCESITA PERDIDA Cuento de hadas a partir de 10 años

LA PRINCESITA PERDIDA


Pixabay-Comfreak
Hace muchos años, en una pequeña aldea del reino de Lanón vivía una muchacha llamada Dalia. Lo que más le gustaba a la joven era escuchar las historias que contaba su abuelita al calor del hogar. Se sentaba a los pies de la mecedora y se dejaba llevar por las historias de magos, guerreras, príncipes y princesas. Pero la historia que más hechizaba a Dalia era la de la princesita perdida.

Según su abuela, hacía algunos años, el reino de Lanón estaba gobernado por otra familia. La única descendiente de ese linaje era una niñita de seis años. Todos los que la conocían sabían que poseía una inteligencia sorprendente. Pero de poco le servía para poder sanar el dolor de su corazón. Los reyes, sus padres, habían fallecido hacía poco y ella se sentía triste y muy sola. Tenía criados que la atendían y una nana que hacía lo posible por alegrarla, pero nada podía hacerla recuperar la felicidad que, antes de su desgracia, había sentido junto a sus padres.
Poco después, el temido conde Oslar amenazó al reino de Lanón con su conquista. La pobre princesita, desesperada por la situación y sin fuerzas para enfrentarse a tales problemas, abandonó palacio una noche de luna llena. La última persona que la vio fue una campesina que aseguraba que la princesita no sólo estaba perdida en su propio reino sino que ni siquiera sabía quién era ella misma. Desde ese momento, nunca más se le volvió a ver. El reino fue conquistado por el conde y, a partir de entonces, los habitantes de Lanón tuvieron que vivir bajo el mandato de ese cruel personaje y con la pena de haber perdido a su pequeña princesa.

Cada vez que Dalia escuchaba a su abuela contar la historia se quedaba pensando en dónde podría estar la princesita, en qué grande era su desdicha para haberse perdido de esa manera y en si algún día volvería a aparecer para salvar Lanón con su inteligencia.

Los días transcurrían plácidos y alegres en la aldea de Dalia hasta que un día, llegó un mensajero de palacio requiriendo a diez muchachos y muchachas para servir al conde Oslar en un ambicioso viaje a lugares desconocidos mucho más allá de su reino.
Dalia se vio obligada a ir en contra de su voluntad junto con otros jóvenes de la aldea que se despedían de sus familias entre lágrimas y abrazos. Su abuela le estrechó fuerte las manos y le dijo dulcemente:

-No temas mi niña y disfruta del viaje. Quién sabe, quizás encuentres en él a la princesa perdida.

El viaje comenzó con una gran caravana de carruajes, lacayos, sirvientes y escuderos. Pero poco a poco, conforme se adentraban en los desolados páramos que separaban los reinos, muchos de los integrantes del convoy fueron desertando por miedo, cansancio o enfermedad.
Una noche fría y oscura el campamento en donde descansaban los pocos que seguían fue asaltado y el conde, apresado. Los que quedaron, se marcharon rápidamente buscando refugio. Dalia se encontró sola sin saber a dónde ir. Cogió unas pieles, un odre y algo de comida, desató un caballo de un carruaje y con la salida del sol, emprendió el camino de vuelta.

No tenía ninguna idea de dónde se encontraba pues a ella le parecían casi todos los paisajes iguales. Pronto empezó a sentir miedo de no saber volver a su casa y ese miedo pasó a ser terror por lo que pudiera encontrarse por el camino.
Con esa sensación de desamparo, se adentró con su montura en un bosque en busca de algún río o fuente para llenar su odre . Pronto escucho el sonido del agua en movimiento y, cuando se acercaba al lugar, escuchó unas risitas en lo alto de los árboles.

-¿Quién anda ahí?- preguntó Dalia asustada.

Las risas pararon de repente y se oyeron ruidos de hojas y ramas. De un árbol cercano descendían dos duendes enanos encaramados al tronco.

-Eh… Hola muchacha- dijo el más alto limpiándose los pantalones -se te ve perdida…
-La verdad es que sí. Por casualidad, ¿no sabréis dónde queda el reino de Lanón?- preguntó esperanzada Dalia.
-Pues no, muchacha. Pero nosotros sabemos dónde debe ir la gente perdida.
-¡Oh, sí, por favor! Decidme a dónde ir para que me ayuden a volver a casa.

Los dos duendes se miraron y el más bajo dijo:

-Tendrás que dejar tu caballo y tus cosas aquí.
-¡Pero estoy muy lejos de casa! ¿Cómo voy a emprender un viaje a pie sin comida ni abrigo?- les dijo Dalia enfadada.
-Esas son las normas, muchacha. Para emprender el viaje tendrás que empezar por deshacerte de las cargas.

Dalia soltó al caballo para dejarlo libre y se dispuso a seguir a los duendes. Caminaron por el bosque durante muchas horas. La muchacha estaba muy cansada y las piernas le temblaban. El sol iba bajando por el cielo hasta que se escondió detrás de las montañas. Las tripas de Dalia rugían con fuerza pidiéndole un bocado de cualquier cosa.
Cuando toda la luz había desaparecido y solo había estrellas en el cielo, los duendes pararon mirando a la chica.

-Bueno, muchacha, ya hemos llegado.

Dalia miró a su alrededor y sólo vio árboles y más árboles en la oscuridad. Si no fuera porque había caminado sin cesar, hubiera jurado que no se habían movido de su sitio. Confundida, miró a los duendes.

-Aquí no hay nada. ¿Estáis seguros?- les dijo.

Los duendes se miraron y rieron.

-Estamos segurísimos- dijeron mientras se alejaban.
-¡Eh! ¿A dónde vais? ¡Aquí no hay nada!- gritó Dalia.

Pero los duendes se marchaban sin volver la vista hacia ella.
Dalia sintió cómo le invadía la tristeza y salía por su boca en un fuerte sollozo. Se dejó caer de rodillas con la manos en la cara. Estaba cansada, hambrienta y aterida de frío. Los duendes la habían hecho caminar mucho sin motivo y, además, la habían abandonado a su suerte. Poco a poco le fue venciendo el cansancio y acabó recostada bajo un arbusto.
Los primeros rayos del sol y una suave caricia la despertaron. Al abrir los ojos vio a una preciosa flor que se agitaba con la brisa y rozaba su mejilla.

-No tengas miedo, Dalia- le dijo la flor.
-No sé volver a mí casa y unos duendes me han engañado diciéndome que me llevarían a un lugar donde me podían ayudar. ¿Cómo no voy a tener miedo?- contestó la chica abatida.
-No te han engañado, muchacha- dijo la flor sonriendo -te han traído al sitio exacto.
-¡Pero si aquí no hay nada! ¿Quién me va a ayudar?
-¿Seguro que no hay nada? Mira bien.

Dalia se incorporó y miró alrededor. Seguía viendo el bosque de antes con sus mismos árboles y sus mismas flores. A un lado, detrás del follaje, vio un destello. Apartó unas ramas y se encontró con un portalón de madera viejo y desvencijado. La madera estaba podrida por algunos sitios. Los clavos y la cerradura oxidados. A los lados se levantaba un alto muro de piedra que se perdía por el bosque. En la cerradura había una llave que brillaba bajo los rayos del sol que se colaban entre las ramas.

-¿Entro?- le preguntó Dalia a la flor.
-¿No crees que te mereces entrar después del viaje que has hecho hasta aquí?- fue la respuesta de la flor.
-Sí, creo que sí.

Y Dalia abrió la gran puerta. Detrás había un jardín muy cuidado. Flores de todos los colores y formas llenaban las orillas de los caminos y en los parterres, árboles con las frutas más apetecibles jamás vistas.
Dalia se tomó su tiempo para comer y beber en una fuente de piedra de la que brotaba agua cristalina. Una vez estuvo satisfecha, empezó a caminar por una senda rodeada de flores rojas. Era un paseo agradable que le hizo olvidar su mala suerte y disfrutar del calor del sol. Al final del camino, había un gran muro hecho de una piedra lisa y brillante. El sol le arrancaba destellos que lo hacían parecer un cielo estrellado. Siguió caminando cerca del muro hasta encontrar otra puerta. Esta era blanca y brillante, estaba hecha de marfil. Los bordes tenían dibujos de flores y ramas y a Dalia pensó que detrás debía haber algo muy bonito teniendo una entrada así.

Cuando intentó entrar, se dio cuenta que en esta cerradura no había ninguna llave y volvió a desanimarse. Estaba pensando dónde podría estar la llave de esa puerta cuando alguien Le habló.

-Hola Dalia. Te estaba esperando.

Dalia se quedó muy sorprendida al ver al mago blanco del que su abuela le había hablado alguna vez cuando le contaba historias a la luz del fuego. El mago era grande y fuerte. Su manto era blanco como la nieve. Igual que su pelo y su barba. Llevaba en un hombro una garza enorme que parecía estar muy cómoda allí.

-Hola mago, ¿podrías ayudarme? Estoy perdida y quiero volver a mí casa.
-Por supuesto, Dalia. Para eso estoy aquí. Para ayudarte a cruzar la puerta de marfil- contestó el mago acercándose a ella -La llave no está muy lejos. Pero todavía no la puedes ver.
-¿Y qué debo hacer para encontrarla?- preguntó Dalia.
-Para poder ver, a veces, hay que apartar las cosas que tapan.

Dalia miró a su alrededor y no vio nada que le llamara la atención. El jardín, la puerta y el muro seguían en su sitio. Siguió observando y reparó en un trozo de pared del la que colgaba una frondosa hiedra. Se acercó decidida y, apartando una gran cantidad de ramas y hojas, llegó hasta una llave colgada en el muro.
Inmediatamente metió la llave en la puerta de marfil y esta no solo encajaba sino que la puerta empezó a ceder.

-Eres muy inteligente, Dalia. Ya tienes tu puerta abierta. Lo que aguarda detrás te asustará pero no debe frenar tus pasos ni parar tu búsqueda. Buena suerte, muchacha- y así, el mago se marchó por un pequeño bosquecillo.

Dalia acabó de abrir la puerta y vio otro jardín. Esta vez era mucho más pequeño pero era casi más bonito que el que había dejado atrás. Más allá había una puerta abierta y solo se veía oscuridad. Avanzó hasta estar delante de la puerta y respiró hondo. Sentía miedo, pero estaba decidida a hacer lo posible por volver a su casa.

Se adentró en la oscuridad y, cuando sus ojos se acostumbraron a la falta de luz, pudo ver una gran habitación sin ventanas ni muebles. Solo había una gran montaña en medio de la estancia y detrás, unas escaleras que subían a otra puerta. Se escuchaba una respiración y olía a fuego a humo y a cenizas. La montaña subía y bajaba con cada respiración. Dalia sabía que debía llegar a la puerta del final de las escaleras, pero no quería despertar a esa mole, fuera lo que fuera.
Solo había dado un paso cuando la cabeza de la bestia se levantó lentamente y se abrieron dos ojos amarillos tan grandes como soles. Era un dragón. Miró a Dalia interrogante y acercó su descomunal cabeza para olfatear a la chica. Esta se quedó paralizada del miedo que la invadió. Cuando reaccionó, echó a correr por un lado con la intención de llegar a las escaleras. No había corrido ni dos metros cuando un muro de fuego apareció delante de ella. Tuvo que frenar en seco y apartarse rápidamente para no quemarse. Intentó lo mismo por el otro costado con el mismo resultado.
Abatida y triste, volvió a la entrada de la habitación. Se apoyó en la pared y resbaló hasta quedar hecha un ovillo en el suelo. Estaba cansada, hambrienta y tenía miedo. Pero lo que más le dolía era sentirse cerca de su casa y no poder continuar.
Cuando Dalia empezó a llorar, el dragón acercó su cabeza y la olfateó. La chica levantó la vista y se encontró con dos agujeros negros humantes y profundos como dos pozos.

-¿Por qué no me dejas pasar? Estoy cerca de llegar a mi casa, de reencontrarme con los míos pero tú me pones barreras de fuego para impedírmelo- sollozó la muchacha.

El dragón giró la cabeza intentando entender.

-No sabes lo que es sentirte perdido, ¿verdad? Si lo supieras, me dejarías pasar- dijo enfadada Dalia.

Entonces, el dragón habló:

-Yo solo protejo el tesoro.
-¿Qué tesoro, dragón?- preguntó interesada la muchacha.
-El de ahí arriba.
-Pero yo tengo que llegar. Tengo que volver a casa- le apremió Dalia.

El dragón parecía pensativo. Giró su enorme cabeza hacia las escaleras y la puerta.

-¿Y cómo sabes que por allí volverás?- preguntó indeciso.
-Estoy segura. Y cuanto más tardes en dejarme pasar, más tarde llegaré.

La seguridad de Dalia a la hora de querer volver a casa sorprendió al dragón, que dio la vuelta con su enorme cuerpo y volvió a recostarse en el centro de la habitación.

Dalia sintió una nueva fuerza que la impulsaba a caminar hasta las escaleras. Musitó un gracias al dragón y se dirigió a las escaleras. El dragón siguió en su sitio sin impedirle el paso a la chica.

Cuando Dalia hubo llegado arriba, se encontró con que la puerta que había visto desde abajo estaba entornada. La empujó y vió una nueva habitación muy pequeña. En el centro había una mesa con una caja con piedras incrustadas. La fuerza que la había acompañado para desafiar al dragón y subir las escalera era ahora más intensa. Sabía que tenía que abrir la caja aunque se preguntaba qué habría allí dentro. ¿Otra llave? ¿Un mapa para llegar a casa?

Cuando Dalia abrió la caja, encontró un precioso espejo de mano dorado. Al levantarlo y verse reflejada, lo entendió todo. En el espejo veía a una chica cansada tras un largo viaje. Pero su mismo reflejo le hizo recordar a una niñita pequeña que se había perdido huyendo de su desdicha.

Y así es como Dalia supo que la princesita perdida era ella misma.

Recordó cómo quiso marcharse del palacio vacío sin sus padres, cómo temió a ese malvado conde que arruinó su reino, cómo se perdió en el bosque, perdiendo todos sus recuerdos también. Cómo la abuelita la acogió, la cuidó y le regaló una nueva vida.
Y en ese punto, Dalia sonrió. Sonrió porque había encontrado a la princesa perdida, porque tenía la certeza de saber volver a casa y porque ahora, con el conde Oslar desaparecido, ella volvería a su reino para gobernarlo con inteligencia y darles a todos sus habitantes lo que era suyo.

Con esa alegría y seguridad, Dalia volvió sobre sus pasos y desde lo alto de las escaleras encontró al dragón esperándola.

-Ya has encontrado el camino ¿verdad? Vamos, te llevaré a casa.

Y Dalia subió a lomos del dragón guardián y se dejó llevar a casa.

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